Perú, lago Titicaca, Islas de los Uros, Amantaní y Taquile

Etapa 8
Nos despertamos después de una noche en la que por fin pudimos dormir. Parece que por fin nuestro cuerpo se aclimató. Después de desayunar nos vinieron a buscar para llevarnos al puerto para embarcarnos rumbo a las islas de los Uros y luego Amantaní.

El lago Titicaca (Titikaka en quechua) es el lago navegable más alto del mundo, más de 3800 metros. Está ubicado en un altiplano entre Perú y Bolivia. El lago es tan grande que se necesitan 7 días en barco para atravesarlo.


Llegados al puerto nos subieron a un pequeño barco. Nos encaminamos rumbo a las Islas de los Uros atravesando un paisaje lleno de totoras, unas plantas típicas del lago. Tras menos de una hora llegamos a la primera isla de los Uros. Desembarcamos y aquí un Uro nos explicó en una forma muy simpática como se construyen las islas.



Los Uros son isleños nómadas. Anclan las islas donde quieren y cuando se cansan del sitio se mueven como si fueran barcos. También puede ocurrir que si anclan mal la isla se pueden despertar por el otro lado del lago. Las islas están hechas de totora y cuerdas y las casas también. Esta alfombra de totoras tiene un espesor aproximado de unos 50 cm. Es una forma totalmente distinta de vivir.


Después de la explicación una Ura nos llevó a visitar su casa. Era muy pequeña. Cabía una cama y poco más. Después de la corta visita nos enseñó su artesanía. Muy linda, la verdad. Aunque a veces nos sentimos como si para ellos fuésemos sólo un negocio y no nos ven como alguien que realmente quiere compartir y conocer, sin molestar, su mundo. Para ayudar compramos algo. Es aconsejable comprarle algo en lugar de regalarle dinero.


Al final nos subimos en un barco para turistas hecho de totoras que nos transportó a otra isla más grande. La sensación de caminar en una superficie que se hunde es muy graciosa. En esta isla tenían una escuela, tiendas, etc. Nos despedimos de los Uros. Nos sorprendió el buen sentido del humor que tenían.



Volvimos al barco y nos encaminamos rumbo la isla de Amantaní. Tardamos unas tres horas y media en llegar. La verdad es que atravesando el lago te encuentras con paisajes muy bonitos.



Finalmente llegamos a la Isla de Amantaní. Una vez allí repartieron a los pasajeros entre las distintas familias de la isla que nos hospedaban. Nos tocó una señora, Eustaquia. Teníamos que seguirla hasta su casa por cuestas y caminos a medio hacer. Caminar por estas cuestas, a estas alturas, es un pequeño sacrificio. Por fin llegamos a nuestro refugio en Amantaní.


La casa estaba en la parte alta de esta pequeña aldea, a unos 4000 metros. Era una casita de varias habitaciones y en la parte alta la nuestra. Cuatro camas y una mesa. Poco más se necesita. El baño es un cuarto fuera de la casa, con un wáter y un cubo de agua. Nos dejó en nuestra habitación y se fué.
Poco después bajamos y nos invitó a entrar en su cocina. Era un cuarto hecho de ladrillos de barro, una chimenea que hacía de calefacción y de fogón, cacharros y una mesa para nosotros.
Entramos y nos invitó a conocer la humildad en la que vivía. Charlamos un rato con Eustaquia, hablaba un poco de español. Su idioma es el quechua, la lengua de los Incas.



Intentamos comprender un poco el estilo de vida que llevaba. Mujer llena de sacrificios, trabajadora, sin maquillar. Le dimos lo que habíamos comprado para ella. Nos dió de almorzar una riquísima sopa de quinua y un plato de papas con queso. Era como volver a una época muy lejana para nosotros, pero actual para ellos. Eustaquia tenía 3 hijos. Con ella vivían su hija pequeña y su hijo algo más mayor. Su otra hija se había ido a Puno a estudiar para guía turístico. Es de las pocas salidas que tienen los jóvenes de las islas. Su marido tampoco vivía con ellos. Trabajaba en Juliaca, la ciudad de la luz, para conseguir dinero para la familia. así que mujer sola en el Titikaka, con sus hijos y buscándose la vida. Para ayudarla le compramos unos lindos gorritos peruanos que tejen las mujeres de Amantaní. Todavía hoy en invierno, los llevamos a todas partes.


Llovió. Empezó a llover y llover, y cuando dejó por fin de llover nos fuimos hasta lo alto de la isla a ver qué se escondía por el otro lado. Apreciamos una muy bonita vista del lago. Se veía en el horizonte una tormenta de relámpagos. No pudimos ver el atardecer en el Titikaka, que seguro que es mágico. Volvimos a la casa de Eustaquia y nos dió de cenar. Sopa y arroz, muy rico también.

Llovía y llovía sin parar, así que en vista del barro, charcos y oscuridad absoluta, decidimos quedarnos en la casa sin ir a la fiesta organizada para los turistas. En la isla no hay electricidad, sólo algunos privilegiados tienen luz con paneles solares. Así que nos fuimos a nuestra habitación.
Estábamos solos en el Titicaca a la luz de una vela. La noche la pasamos fatal. No dormimos prácticamente nada. Hacía frio, no había calefacción obviamente. Nos abrigamos con todo lo que pudimos y no sirvió de mucho. Además habíamos subido un poco más de altura, unos 4000 metros. Esto nos volvió a dar problemas con la respiración. Nuestro baño era una escupidera. Era imposible con la lluvia y sin luz llegar hasta el wáter en el medio de un campo.


Por la mañana, nada más salir el sol abrimos nuestra habitación y estaba nevado. El frio de la noche en vela que pasamos, nos trajo un bonito paisaje blanco en la isla de Amantaní, que sólo los pocos turistas que se alojaron en la parte alta pudieron admirar.


Salimos a dar un lindo paseo en la nieve, eran las 6 de la mañana. Eustaquia nos preparó el desayuno, un mate y un panqueque con mermelada. Fuimos al baño, si así se podía llamar. Un baño que me recordó los cuentos de mi madre cuando era joven, en los tiempos de la guerra, y vivía en una casa con un baño en la parte exterior. Le daba miedo ir a ese baño, podían salir ratas. En parte pude entenderla.
Recogimos nuestras cosas y Eustaquia nos acompañó hasta el puerto. A las 8 de la mañana salía nuestro barco rumbo a la isla de Taquile. Nos despedimos de ella. Gracias Eustaquia.


El lago Titikaka o Puma Gris estaba como enfadado. El trayecto hasta la isla de Taquile duraba una hora. Fue una hora bastante movida. El barco bailaba de un lado a otro sin parar. Silencio en el barco. Se podía oler el miedo de los pasajeros... ¿llegaríamos a destino? Lo raro es que nadie vomitó.

Una vez llegados a la isla de Taquile empezamos a subir un camino de piedra que nos llevaba hasta el pueblo que estaba a unos 4000 metros de altura. Nuestras mágicas hojitas de coca nos ayudaron a subir sin sufrir mucho.


La plaza de Taquile es muy bonita con una preciosa vista al lago. Lo curioso de la gente de aquí es que son los hombres los que tejen y no las mujeres. Si los hombres no saben tejer no encuentran mujer que quiera casarse con ellos. Después de dar un paseo por la plaza y las pocas calles del pueblo nos fuimos a almorzar. Eran sólo las 11:30 de la mañana. Terminado el almuerzo empezamos la bajada.

Nos esperaba una escalera de 400 escalones bastantes empinados. Es impresionante ver como la gente del la isla sube y baja esta escalera sin más. A estas alturas no tienen animales que pueden ayudarles en las tareas de transporte. Los burros, por ejemplos, se morirían asfixiados y las llamas no pueden llevar mucha carga. Una vez llegados a la orilla del lago subimos a nuestro barco.



El tiempo había cambiado totalmente. El día estaba soleado y el lago más tranquilo. Pensar en tener que volver hasta Puno con el tiempo que había por la mañana nos ponía nerviosos. El trayecto de vuelta a Puno duró una tres horas interminables con el barco moviéndose sin parar. Al principio el lago estuvo tranquilo, pero después nos acercamos a una tormenta y el tiempo cambió, volviendo al lago un lugar realmente inhóspito.   Por fin y después de unas dificultades para entrar en la bahía de Puno debido a las condiciones atmósfericas y a las enormes olas, llegamos.  El trayecto en barco la verdad es que fue horrible y nos hizo pensar si acabríamos ahogados en medio del lago. Finalmente no fue así, y el capitán del barco nos llevó a buen puerto.
Llegados a nuestro hotel nos duchamos. Nos hacía falta después de dos días como los que habíamos pasado. Luego salimos a comer algo y al final volvimos al hotel a descansar. Estábamos hechos polvo.

La verdad es que después de la experiencia en Amantaní uno entiende y aprende la suerte que tiene por vivir donde vive, y las comodidades básicas que tiene. Es una de estas experiencias que no se olvidarán en la vida y que aconsejo a todo el mundo vivir.


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